miércoles, 5 de junio de 2019

17. UNA IMAGEN. De Tararí



Ya desde lejos se podría intuir su silueta en las alturas, al borde de la azotea del gran edificio, recortada contra un cielo teñido de escarlata y atravesado por distintas gamas de violeta encendido.
Al acercarnos un poco más, tal vez viésemos su capa roja movida al viento sin descanso por las cálidas corrientes. Incluso notaríamos los tonos de azul del traje del héroe, quien parece vigilarlo todo hasta el horizonte iluminado.
Desde más cerca, la imagen sería un poco más nítida; ajustado al poderoso cuerpo, el azul se vuelve color carne allí donde la tela está rota; al compás de la brisa caliente, el harapo rojo tiene manchas oscuras.
Si estuviéramos más próximos, veríamos su cara: la expresión vacía donde ni siquiera el horror tiene sitio porque la sorpresa, muestra de que lo impensable se ha hecho realidad, conquistó por la fuerza cada matiz de sus rasgos.
Desde más cerca, su tristeza sería palpable. Y desde una cercanía mayor, algo ya imposible, veríamos el reflejo de nuestro destino en sus lágrimas que, al descender por la mejilla, muestran enfoques dinámicos de los cráteres convulsos, los incendios inextinguibles y el apocalipsis que se extiende bajo el héroe. Dejaríamos de ver todo eso cuando el fruto del llanto abandonase el rostro para caer contra el débil esqueleto del rascacielos, negro y hueco.
Pero nunca podremos.
Porque ninguno de nosotros sigue vivo.
Y nadie lo ve llorar.          
Seudónimo: Tararí