Eran verdes y gordas. Lo acompañaban a
todas partes refulgiendo al sol como aguamarinas. No sabía el por qué de
aquella extraña simbiosis, pero al pasar de los días, las moscas fueron
aumentando en número y las personas de su entorno comenzaron a quejarse.
Primero se quedó sin trabajo, después sin amigos. La gente por la calle se
hacía a un lado al verlo pasar con aquel enjambre a su alrededor; y pronto le
prohibieron la entrada en restaurantes, cines y supermercados.
Un día llegó a casa y encontró una nota
de su mujer. «Lo siento, Sherman, pero no aguanto más tus repelentes moscas.
Vivir contigo es como hacerlo con una plasta de vaca.» Al final todos le
abandonaron menos las moscas. Ellas no. Lo seguían a todas partes con una
fidelidad y devoción que daba miedo. A veces se rezagaban sobre un cubo de
basura, los excrementos de un perro o la gomina de algún ejecutivo; pero al
cabo alzaban el vuelo y le daban alcance allá donde estuviera.
«Parece usted un hombre aseado; y no le
encuentro síntoma alguno de enfermedad. Está sano», le dijo el doctor Chandler,
mientras apartaba las moscas a golpe de radiografía.
Desesperado, terminó visitando a un
curandero. Aquel hombrecillo, después de escuchar su historia, lo agarró de una
mano y lo sacó al patio exterior de la casa. Parados bajo el sol esmerilado de
la tarde, y en medio de una nube verde y zumbona de moscas, lo mandó mirar al
suelo y dijo: «Ahí tiene el origen de su problema, querido amigo: hace tiempo
que arrastra el cadáver de su sombra».
Seudónimo: Julián Sorel
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