"¡Maldito trabajo!", pensó Rod mientras
contemplaba como el misionero bajaba de la nave espacial y se adentraba en la
espesura de la selva. Durante el último mes había sido testigo de la misma
escena una docena de veces y sabía que siempre finalizaba dramáticamente. Él
elegía para aterrizar un lugar no explorado de aquel enorme y boscoso planeta y
allí abandonaba a su suerte a un religioso cuyo objetivo era expandir la
palabra de su dios por todo el universo. Rod ni siquiera conocía para qué ser
divino estaba trabajando; había muchos en el mercado. En todo caso, no le
pagaban lo suficiente para soportar mentalmente lo que ocurría allí sin
volverse loco. Y es que en cuanto los indígenas localizaban al misionero lo
mataban a sangre fría, lo sacrificaban probablemente en honor a otro dios
diferente y se lo comían. ¡Bárbaros caníbales! Daba igual si el lugar de
aterrizaje se encontraba a miles de kilómetros del anterior, si era costa o
montaña, selva o desierto. Todo el planeta se hallaba infestado de caníbales.
¡Y todo el universo parecía lleno de misioneros lo suficientemente estúpidos
para dejarse devorar en nombre de su dios! El voluntario de turno, esta vez una
mujer, se giró y le saludó antes de perderse entre la vegetación. Parecía
feliz. A Rod se le escapó una lágrima por ella.
Lo que el piloto desconocía era que los misioneros no
fallecían en vano. Por su sangre circulaban millones de nanorobots que se
encargaban primero de insuflar en ellos la euforia necesaria para atreverse a
realizar tan gran sacrificio y después, ya dentro del organismo de los
caníbales, provocaban en ellos visiones oníricas y delirios religiosos que se
convertirían más tarde en la semilla de una nueva religión. Dios siempre
disponía de un plan B.
Seudónimo: Magopitágoras
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