Basado en la novela Solaris de Stanislaw Lem
El océano divierte sus caprichos, aspira
a ser un pez,
una caracola en primavera. Juega a
ser Dios,
fascinado por los terrícolas, a
quienes somete.
Stanislav Lem se entrega al
torbellino de las calles,
a la tecnología de Cracovia, a
disputas sobre esa máquina plasmática
que aviva las alucinaciones más
tenebrosas
y las vuelve realidad, deshaciéndose
de los visitantes indeseados.
Su pluma carraspea sobre mimoides,
asimetríadas,
sobre el planeta Solaris y sus dos
soles.
El sol azul y su pálida aurora
apañan las inquietudes
y lo destina a recrear personajes
temerosos, envueltos en sospechas.
Harey y su vestido blanco, un vestido
que permitía ver más allá,
quizá ella solo fuera un ave que
muere cada tarde,
confundida en su esencia
indestructible, pero vana.
Harey y su amnesia, su dormir
desnuda sobre cubierta.
Harey y sus eternos veinte años, su
pasión por Kelvin,
dedicada a ser mujer del espacio,
reclusa, cadáver.
Dedicada a llorar en medio de una
ciencia huérfana,
a ser facturada por la espantosa
formación prebiológica
Estanislav recorre con sus dedos
aquel cuerpo celeste,
él conoce que no solo en la muerte
está lo grotesco
y siente dudas del océano, a quien
diera papel protagónico,
personaje omnisciente, atrevido,
juguetón,
monstruo con cerebro, océano
cerebro
el cual ha descubierto cómo el otoño
aumenta su poderío,
poder que le permite irrumpir en
otras constelaciones.
Estanislav siente que su cuerpo es masticado
por pájaros deformes
sobre esa agua que extendía fuliginosos
tentáculos,
sobre Snaut quien gemía desvaríos a
la luz de un crepúsculo rojo.
Nadie descansa cuando existen
espectros en los pasillos.
Nadie descansa cuando el mar tiene
autonomía para decidir.
El aire busca besos de amantes,
suspiros de violines en un rito nupcial,
pero no sucederá, la Estación
Solaris aprisiona la escritura de Estanislav,
se mueve silenciosa hacia los
longus, busca los geiseres abisales,
mientras la célula fluida hace rielar
crestas de olas vivientes
que ya penetran los soles teñidos, y
las desplaza más allá.
El aroma de los tiempos ha cambiado
todo, La Tierra refuta teorías
y Lem corre sobre el vitriado mar
que lo admite como su creador,
atraviesa las fugaces simetríadas
que devienen avenidas, edificios, parques,
una ciudad, se enfría la brisa y él
ve la nieve sobre el antiguo castillo Wawel.
Piensa en Harey, Kelvin, en Snaut en
los científicos que no debieron morir,
se entrega a los barrios, a nuevas
tecnologías en Cracovia,
a su pluma que suspira frente a un ojo
de buey anómalo, capitulante
y detalla aquellas olas negras, de
reflejos sanguinolentos,
las mismas que ahora Lem ve irrumpir
en su calle
cuando los resultados de sus
análisis proyectan solo un desierto de plata.
Es un atardecer con un sol rojo
hundido en el horizonte.
Seudónimo:
Herman
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