Era un planeta no muy denso pero
gigantesco, y su campo gravitatorio lo atraía con una fuerza formidable. Su
patética reserva de combustible no le permitía ni soñar con alejarse de él, o
al menos frenar como indicaba la doctrina.
Dominó su ansiedad y esperó. Y sólo
cuando la voz grabada le advirtió que a esa velocidad la colisión era
inevitable, disparó los retrocohetes. A pleno, con desesperación. La nave se
fue deteniendo gradualmente hasta quedar casi inmóvil… pero demasiado alto.
Impotente, con los tanques vacíos,
asistió a la caída libre final. Había errado por un kilómetro. En distancias
cósmicas, nada… y a la vez demasiado. Esa voz de plástico
y metal le ordenó una y otra vez que aplicara impulso en reversa. Él no tenía
con qué.
El paracaídas era inútil: casi no había
atmósfera. Clavó la vista en los vidrios frontales, y contempló con horrorizada
fascinación cómo el planeta se abalanzaba hacia él. Escuchó el siniestro
aullido cíclico de la alarma general. Telemetría indicó cien metros; colisión
inminente.
Desorbitó los ojos y contrajo los
músculos, hechizado por el espanto, y de repente algo empujó su cuerpo hacia la
consola. Sin violencia, sin estampidos.
Entonces comprendió. Lentamente,
mientras lo invadía la euforia, comprendió: era esponjosa… ¡La superficie del
planeta era esponjosa!
Increíble… Le acababa de ser regalada
una nueva vida.
Oxígeno tenía en abundancia; agua
también. Suspiró feliz, encendió el radiofaro, y se dispuso a esperar la misión
de rescate.
Dentro de esa especie de esponja, los
químicos se fueron activando por contacto. Gota a gota, la criatura comenzó a
secretar sus ácidos para digerir la nave y su contenido.
Seudónimo: La Esponja
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