Yo
era un párvulo morocho, miope de pies planos, peinado con raya en medio y el
mechón rebelde de la frente sujeto con maternal saliva y pulso diestro. Ana
Luisa, Nalú, era desde la cuna un agravio a la belleza, física y espiritual, de
todo cuanto recababa a su lado, por inconsciencia o accidente, enfrentado a la
comparativa que era una batalla perdida de antemano; de bebé repollo enrabietó
a las otras madres, de niñita con pollera y trenzas soliviantó a sus compañeras
y amargó el esperanzador divorcio a una maestra cuarentona;de universitaria con
chaqueta de lana y puño en alto repercutió con mayor firmeza en las
atolondradas mentes de los muchachos revolucionarios que las consignas que les
marcaban sus líderes desde los libros rojos o las verdes selvas.
Para
mí, era como la luna. Dicen que se formó de nuestro mismo planeta, que no es
ajena. Que no hay misterio en su cara oculta. ¡Qué sé yo! Pero desde que el
hombre es hombre, y la mujer es mujer, nos han fascinado, la mujer y la luna,
digo, con igual entusiasmo.
En
fin, algo deberían de tener, Nalú y la luna, que me tuvieron arrebatado una
vida entera, y todavía me estremezco con el recuerdo de verlas surgir, a ambas,
por el extremo del malecón al caer la tarde; conservo nítido el recuerdo de sus
colmillos sedosos desgarrándome la yugular aún palpitante. Nalú libando de mi
sangre como de una amapola, y yo observando la luna enquistada en el tul del
cielo.
Seudónimo: Walmares
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