Ya no
dejan poner floreros con agua. Es por el dengue, dicen.
De
pequeña, solíamos venir con mis hermanas a jugar entre las tumbas.
El
olor a flores mustias al entrar al cementerio era parte de un ritual que
empezaba con el orgulloso mármol de las capillas de las familias fundadoras del
pueblo y terminaba a ras del suelo con blancas cruces.
Buscábamos
el muerto más joven, el más viejo, el más feo. Pasando la capilla central nos
reconocíamos en las fotos familiares: las mismas cejas pobladas, los ojos
penetrantes pero sonrientes.
La
muerte entonces era visita de domingo y aroma dulzón.
Deslizo
distraídamente los dedos por las lápidas y un ruido extraño me sobresalta. Al
darme vuelta veo a una anciana encorvarse sobre la tumba de su esposo.
Pero
que tonta soy. No debo inquietarme. Siempre sé cuando han llegado.
Me
asomo de puntillas y por encima del muro los veo. Me aliso el pelo y
aprieto mis manos sobre los pliegues del
vestidito blanco.
Estoy
preparada. Aquí los espero.
Donde
mi muerte es sol de invierno.
Seudónimo Dew
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