El
niño abrió el cajón y sacó el libro prohibido. Comprobó que dentro, debajo de
la libreta de los deberes, seguía frío el revólver que su padre le había
regalado al cumplir los siete años. Así lo mandaba la tradición. Acostumbraba a
limpiarlo los domingos, después de la sesión que celebraban los miembros en el
vertedero que crecía más allá del polígono industrial. Se trataba de un ritual
que, bajo la tutela del Gran Padre, mantenía unida a la Comunidad. Allí,
recordaban el credo y practicaban el tiro con las mascotas que desechaban.
Algunas, de puro viejas, apenas se movían, por lo que resultaban una diana muy
atrayente.
El
niño admiraba y temía a su padre a partes iguales. Jamás hubiese aprobado que dedicara
las horas que se merecía el aprendizaje de la Doctrina a la lectura de aquellos
libros que, a escondidas, se habían salvado de la quema. Debía emplear al menos
dos horas diarias en memorizar el texto que desarrollaba los preceptos de la
congregación. Esperaba que fuese un digno sucesor suyo, así como él lo había
sido de su padre, el fundador del Movimiento.
Retenía
en su memoria algunos pasajes para repetírselos al padre en las reuniones. Por
ejemplo, el orden de la pirámide que no debía bajo ningún concepto verse
alterada: Primero, nosotros; después, el mundo. La limpieza de raza. La
seguridad. Instrucciones de uso de tu primer revólver. Confirmación de la
Comunidad. Procuraba recitarlos de corrido para que el padre pensase que había
puesto buen empeño en aprenderlos.
Pero
al acostarse, como esa noche, cuando todos grababan en su mente las normas de
la agrupación, el niño hojeaba bajo las sábanas el libro prohibido, aquel que
se había librado de las llamas, y se deleitaba con las aventuras de Tom y su
amigo Huckleberry en las orillas del Mississippi, y sentía el mismo miedo a
convertirse en adulto que sentían los niños del cuento.
Seudónimo: Salinas
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