Ya desde lejos se podría intuir su
silueta en las alturas, al borde de la azotea del gran edificio, recortada
contra un cielo teñido de escarlata y atravesado por distintas gamas de violeta
encendido.
Al acercarnos un poco más, tal vez
viésemos su capa roja movida al viento sin descanso por las cálidas corrientes.
Incluso notaríamos los tonos de azul del traje del héroe, quien parece
vigilarlo todo hasta el horizonte iluminado.
Desde más cerca, la imagen sería un poco
más nítida; ajustado al poderoso cuerpo, el azul se vuelve color carne allí
donde la tela está rota; al compás de la brisa caliente, el harapo rojo tiene
manchas oscuras.
Si estuviéramos más próximos, veríamos
su cara: la expresión vacía donde ni siquiera el horror tiene sitio porque la
sorpresa, muestra de que lo impensable se ha hecho realidad, conquistó por la
fuerza cada matiz de sus rasgos.
Desde más cerca, su tristeza sería
palpable. Y desde una cercanía mayor, algo ya imposible, veríamos el reflejo de
nuestro destino en sus lágrimas que, al descender por la mejilla, muestran
enfoques dinámicos de los cráteres convulsos, los incendios inextinguibles y el
apocalipsis que se extiende bajo el héroe. Dejaríamos de ver todo eso cuando el
fruto del llanto abandonase el rostro para caer contra el débil esqueleto del
rascacielos, negro y hueco.
Pero nunca podremos.
Porque ninguno de nosotros sigue vivo.
Y nadie lo ve llorar.
Seudónimo: Tararí
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