Cuántas
veces advertimos a Reiziger de que aquello era peligroso. Cuántas discusiones
inútiles sobre su preparación real. Cuántas veces él nos respondió con cierta
displicencia, como si el entrenamiento recibido fuera un arma infalible contra
los azares del viaje en el tiempo y nuestras preocupaciones pueriles.
Dos
años de preparación, supimos después, adquiriendo una dicción casi perfecta del
neerlandés del siglo XVII, absorbiendo modos y costumbres, memorizando
alcurnias y geografías, perfeccionando técnicas pictóricas añejas.
Así
se despidió de nosotros, con una sonrisa en los ojos y una promesa en los
labios: ¡Conoceré al maestro, seré inmortal!
Nunca
supimos si conoció al maestro. Lo que sí sabemos es que el maestro, de algún
modo, le conoció a él. No lo habréis notado, supongo, pues es el último de los
detalles en el que la mirada se posa en el cuadro, en esa obra maestra de un
jovenzuelo de veintiséis años. Pero cuando dejéis de observar a los prohombres
que aparecen en "La lección de anatomía" de Rembrandt, fijaros en el
cadáver.
Sí,
el de la faz entre sombras. La viva expresión de la muerte. Parece que haya
sido siempre el mismo, ¿verdad? Pero los que lo conocimos sabemos bien quién
yace en la mesa de disecciones del doctor Tulp.
Es
Reiziger, cómo no, al fin inmortal.
Seudónimo: Shevek
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