Por las noches
escuchaba maravillado las historias de aventuras que contaba mi abuelo. Debajo
de las sábanas de la cama, mi hermana y yo improvisábamos un campamento de
aventuras al que llamábamos la gruta. El abuelo nos leía libros viejos de un
escritor francés que hablaba de hombres que viajaban a la luna, cruzaban los
fondos marinos y surcaban los cielos en globo. Unos días antes de morir, el
abuelo me regaló una linterna con la que podría alumbrar mundos desconocidos.
Una noche le pedí a mi hermana que me acompañara a explorar la gruta. Sonrió
con malicia, me dijo que yo era un niño bobo que creía en tonterías y siguió
peinando a su muñeca cursi, pasando de mí. Entonces cogí la linterna y me
introduje en la gruta, solo. Después de andar por largas, oscuras y húmedas
galerías, apareció delante de mí un mundo con el que había soñado a menudo a
través de los dibujos coloreados de los libros del abuelo. Nadé por un mar que
sabía a fresas, rodeado de peces con alas de mariposa que maullaban como las
gatas siamesas de la vecina de enfrente, la de los ojos de búho. Descubrí un
bosque donde habitaban unas setas gigantes con un solo ojo, que bailaban
alegres en corrillo cada vez que el cielo se teñía de color púrpura. De los
agujeros del suelo asomaban unos simpáticos conejos de tres patas a los que
llamé yamers. Todo esto y mucho más cabía en ese universo de colores imposibles
y sonidos infinitos. Al final dejé de oír los gritos lejanos de mi madre
llamándome para cenar, y más tarde suplicándome para que regresara a casa. La
luz de la linterna se apagó para siempre. Ahora soy mucho más alto, con barba y
pelo en el pecho. Cazo para sobrevivir, en especial los sabrosos yamers.
Imagino que mi hermana habrá dejado de jugar con muñecas cursis.
Seudónimo:
Perot Casals
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