Antes solía salir al jardín para
contemplar las mariposas haciendo malabares en el aire. Aquel era uno de los
pocos placeres que lograba deleitarme. Sin embargo, de repente comencé a
permanecer durante horas entre las rosas, era una necesidad, un impulso que me
dictaba la conciencia sin que pudiera evitarlo. En mis pensamientos sólo
existía la idea de coleccionar alas de mariposas: tenía que cazarlas,
arrebatarles la posibilidad del vuelo —su más preciado tesoro— y verlas en el
suelo, retorciéndose hasta morir. Logré reunir cientos, miles de alas hasta
que, sin comprenderlo, empecé a construir una especie de capullo con todas
ellas en un rincón de la casa. No concebía aquel absurdo, aunque todos mis
actos estaban centrados en esa faena. Poco tiempo después de haberlo terminado,
me fui acomodando en su interior hasta quedar totalmente envuelta. Luego junté
los bordes de la hendija por donde me escurrí hacia dentro y corté el paso a la
luz. Desde entonces han transcurrido varias semanas. Ahora puedo sentir unos
apéndices en mi espalda. Son alas, enormes alas y siento el fluido de mi sangre
recorriéndolas. Quiero salir, quebrar estas paredes que ya me asfixian. Pero
mientras el ahogo abraza mi cuerpo, sólo alcanzo a pensar que allá afuera está
esperándome, con malicia, algún cazador de mariposas oculto entre las flores.
Seudónimo: Tiriel
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