Kore percibió un
ligero temblor en las aguas que la rodeaban. Abrió los ojos y movió un poco la
cola. La arena debajo de su cuerpo se agitó en un torbellino, pero volvió a la
calma antes de que las nuevas vibraciones llegaran y le dictaran un camino.
Encontró a un
hombre luchando contra la marea a varios kilómetros de su cueva submarina.
Desde las profundidades podía sentir sus movimientos agitados y alcanzaba a
divisar la silueta de sus pies. Se asomó a la superficie y avanzó hasta quedar
cerca de él. Entonces lo abrazó y comenzó a nadar hacia el fondo. Cuando lo
notó inquieto, lo besó y sus manos comenzaron a jugar con su ropa hasta
desaparecerla. Continuaron el descenso. El hombre cedió ante la falta de
oxígeno y se transformó en una marioneta. Ella lo recostó sobre una roca y usó
las uñas para desollarlo con cuidado, procurando mantener íntegra la piel.
Luego abandonó el cadáver y observó su botín con cautela. Comprendía que una
vez iniciado el proceso, no habría marcha atrás, pero no tenía dudas. Provenía
de una estirpe de guerreras, no de cobardes, y tenía claro que si el mar se
negaba a darle humanos, era su deber ir a por ellos a tierra.
Se calzó la piel
sin temor y ésta comenzó a transformarla de afuera hacia adentro. Primero le
arrancó las escamas que la cubrían, después cortó la membrana que mantenía
unidos sus dedos y al final, rasgó su cola en dos piernas. El cambio fue
rápido, tanto que le negó la huida a tierra. Ella intentó nadar hacia el sol
pero sus movimientos eran torpes, así buscó las corrientes que podrían
arrastrarla a la playa. El aire que nunca le había hecho falta reclamó un
espacio en ese nuevo cuerpo y el mundo se oscureció.
Un golpe contra la
arena la obligó a despertar. Ella reconoció el dolor potente en el pecho con el
que antes su cuerpo despreciaba el oxígeno y ahora, lo ansiaba. Se arrastró
lejos del agua y, con cada centímetro que ganó, la arena fue desgarrando su
piel, ahora vulnerable y ensangrentada. Le dolían las piernas. Le ardían las
manos. Le pesaba el cuerpo. Pero estaba ahí, en la tierra. Y sin aletas, ningún
humano podría detenerla.
Seudónimo: Ligeia
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