A las tres de la
mañana una mujer salió del armario y me preguntó si faltaba mucho para que
pasara el tren. Me quedé mudo, y ante mi descortesía, se metió de nuevo en el
armario. No pude más que levantarme y abrir la puerta del mueble, hacer para un
lado y para otro las perchas, buscar en vano. A la madrugada siguiente, a la
misma hora, la mujer reapareció y me hizo idéntica pregunta. En esa ocasión,
tras observarla detenidamente —era pelirroja, de ojos grises y tenía un lunar
en el pómulo izquierdo—, atiné a decirle que no sabía, y volvió a marcharse. A
la noche siguiente mudé el pijama por mi mejor traje y un ramo de flores.
Puntualmente, la extraña salió del armario y formuló su acostumbrada consulta.
Le reiteré que lo ignoraba, pero enseguida añadí que si yo fuera un tren, y
ella aguardara mi paso, ni volando las vías lograrían retrasarme, y le extendí
el ramo de rosas rojas; entonces adornó su cabello con una de las flores y
comenzamos a charlar. Durante varias semanas se continuaron nuestros encuentros
al pie del armario: unas veces bailábamos; otras, organizábamos picnics
nocturnos; siempre reíamos. Una madrugada, imprevistamente, me reveló que su
boleto se vencía esa misma noche y que ya no volveríamos a vernos. Cabizbaja me
preguntó si la echaría de menos. Sonreí. Cuando la puerta del armario se cerró
a nuestras espaldas, aún alcanzamos a oír el silbato del tren en la lejanía.
Seudónimo: El halcón maltés
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