La esposa
casi temblaba de pavor cuando caía el sol. No le gustaba que su marido saliese
de noche, sobre todo porque nunca supo a dónde iba ni qué hacía. Pero su mayor
miedo era que una de esas noches él no volviese a casa, que la dejase sola; que
no tuviera a quién abrazar en la madrugada.
Muchas
de esas noches las pasaba en vela, inmóvil en la cama, atenta a escuchar los
pasos del marido subiendo las escaleras. De madrugada ya, los pasos sonaban tan
arrulladores que sus ojos se cerraban y caía en un dulce y rápido letargo. El
sueño la vencía tan rápidamente que no llegaba a notar cómo su marido se
desvestía, sin mucho cuidado de que el cinturón no golpeara en la mesita. No
notaba cuando se sentaba, o se caía, violentamente en la cama para quitarse los
zapatos. Ni sentía el frío cuando levantaba las mantas para meterse debajo.
Incluso
alguna noche que no venía muy borracho conseguía hacerle el amor a trancas y
barrancas, entre eructos ardientes de coñac, pies fríos de sudor y aliento de
tabaco rancio. Pero ella estaba feliz, porque por fin lo tenía en casa.
"Vuelve
siempre y no me dejes nunca", le susurraba. Y él siempre cumplió su promesa.
Sin
embargo, ahora lo que más la asustaba era que él volviese cada noche; que se
metiera en la cama y que la abrazara, como había hecho tantas madrugadas.
Después de cinco años viuda, los regresos de su marido ya no eran cálidos
despertares entre sábanas tibias. La muerte y salir de noche de su tumba lo
habían desmejorado mucho.
Seudónimo: Suiseki
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