Desde pequeño le habían entusiasmado las
novelas y películas de ciencia ficción, especialmente aquellas que versaban
sobre la posibilidad de realizar viajes en el tiempo. Siempre estuvo convencido
de que, si no se había logrado lo que aquellos visionarios habían plasmado en
sus obras, ya fuesen literarias o audiovisuales, se debía sin duda a la
impericia de los científicos, incapaces de desarrollar una tecnología que debía
estar ahí, aguardando a que una mente inquieta la sacase a la luz, del mismo
modo que un escultor permite que la figura que se halla prisionera en el bloque
de mármol brote de su interior.
A sus quince años tomó una decisión
drástica, que habría de marcar el resto de su vida: sería él quien le hiciese
ese regalo a la humanidad, la posibilidad del desplazamiento dentro de un marco
temporal. Desde entonces encaminó todos sus esfuerzos en esa dirección,
preparándose concienzudamente, leyendo cuantos libros sobre física teórica
caían en sus manos, y abandonando por completo su vida social, secundaria por
completo.
Mientras se preparaba para pronunciar su
discurso de agradecimiento ante la Academia sueca, que había tenido a bien
premiar su fabulosa contribución a la ciencia con el Premio Nobel de física, el
prestigioso erudito, ya anciano, se preguntó si le restaría aún algo de tiempo
para vivir esa vida a la que había renunciado.
Seudónimo: Wasileus Flanagan
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