Al principio no me fijé en ella. No era
una mujer que llamase la atención. Tras su incorporación, insistió en
encargarse de traer el café para todos en la oficina. Empecé a reparar en ella
cuando Alberto me dijo que no paraba de mirarme. Ella no me gustaba. Era
demasiado bajita y me desagradaban sus trajes de flores. Preferí no hacerle
caso para no darle esperanzas. Pensaba que había pillado la indirecta. Entonces
fue cuando comencé a sentir un cosquilleo en el estómago. No quise admitir que
se trataba de algo especial, pero el cosquilleo se convirtió en un revoloteo
frenético. Solo me ocurría cuando ella estaba cerca. Y, sin embargo, seguía sin
atraerme. El revoloteo era ya doloroso. Tenía que averiguar qué era lo que me
estaba pasando con esa mujer. La seguí hasta su casa una noche. Me abalancé
sobre ella cuando abrió la puerta de su apartamento. La tenía agarrada por las
muñecas encima de la barra de la cocina. Las paredes de su casa estaban
cubiertas por unos inmensos terrarios repletos de gusanos de seda, crisálidas y
mariposas.
—Me los metiste en el café— le dije.
Ella estiró el cuello y me besó. Noté
cómo algo daba piruetas en mi interior y ascendía por mi esófago. Ella se
retiró. Estaba sonriendo. Abrió la boca y vi una mariposa azul posada en su
lengua. Agitó las alas y voló hasta mi nariz. Escuché un crujir de cristales y
un ensordecedor aleteo. La habitación se transformó en un torbellino de
colores. Era como si me hiriesen la piel con caricias.
Seudónimo: Lepidóptero
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