Abrí la cama y me acosté
en la ventana.
Una mosca fue mi almohada
y una hoja de agua mi cobija.
La noche era amarilla,
olía a menta,
y en el suelo volaban
diminutos canarios negriazulinos.
Cerré mis cortinas y el
canto armonioso de las cucarachas
me ayudó a entregarme por
completo al sueño:
—¿Qué seríamos sin
sueños?
¿Ojos rojos? ¿Qué somos
sin ensueños?
¿Corazones autómatas?
Tú, ¿eres un sueño
fantástico?—
me preguntó un hada en la
parada del Gatobús.
El armario despertador
enmudeció siete camisas tarde.
Le di un trapazo cariñoso
para evitar que se descompusiera:
un gesto de aprecio o
reconocimiento levanta el ánimo.
Un buen baño de hormigas
frías y un vaso de jugo de sol
me devolvieron un poquito
más de energía para trabajar:
La primer pesadilla que
compré durante la mañana
fue la de una joven
muñeca mecánica
con el pecho oxidado:
treinta sueños le pagué
por ella.
La segunda a un
espantapájaros jubilado:
veintisiete y medio
sueños me costó.
La tercera a una madre de
trapo deshilachada:
quince sueños aceptó a
cambio.
La cuarta a una lagartija
asoleándose:
cuarenta sueños quiso que
le diera.
La quinta a una nena de
librería con su mochila rota:
cien sueños le ofrecí y
aceptó contenta.
La sexta a una rata
borracha:
sólo me pidió cinco
sueños.
La séptima a una
mariquita rabiosa:
exigió quince sueños.
Luego vino la octava… la
novena… la décima…
En fin… sería una larga
jornada laboral:
¿Setenta y dos pijamas de
compra y reciclaje de pesadillas,
por doce de descanso, es
un reto agotador?
Sí, pero vale la pena
devolver sonrisas.
Seudónimo: Alderix Cacto
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