Sumido en la noche oscura, el
irreverente Capitán Scott solía repasar en silencio su botín personal de
maldiciones con el fin de mantenerse a salvo de la seductora presencia femenina
que revoloteaba sobre sus carnes. El tiempo se había detenido para
él tras una monumental borrachera y se hallaba en circunstancias deplorables:
los ojos hundidos al fondo del cráneo, el cuerpo inerte sobre madera húmeda y
la lengua áspera como coral.
No era la primera vez que se entregaba
al placer del hada verde que mora al fondo de las botellas de absenta, pero
esta inusual y prolongada experiencia le había permitido entrever sus
verdaderas intenciones: el espectro en forma de mujer lamía sus labios a la
espera del justo momento para succionarle el alma.
Las primeras señales llegaron a través
de sonidos lejanos. A Scott lo sorprendió el vaivén de su bote, un agudo
chirriar de amarras y las voces roncas e inentendibles de quienes –supuso- se
encontraban allí para liberarlo. Poco a poco su conciencia se fue abriendo
paso a través de la viscosa niebla que lo había mantenido inmóvil durante
semanas, o tal vez meses. Aún con los ojos lacrados por la
interminable noche, se adivinó a sí mismo desnudo y tendido boca arriba ante el
inmenso sol Caribe. Sintió un agradable cosquilleo a un costado y el
roce de una espada en línea recta sobre su abdomen. Alguien abrió de
golpe su párpado izquierdo.
"¡Hijoeputa, está vivo!", oyó
exclamar al forense a cargo de la autopsia.
Un hervidero de batas blancas y guantes
de látex circundó la destartalada camilla de la morgue. Los presentes en la
sala de anatomía observaron atónitos cómo el cuerpo del Capitán comenzaba a
retorcerse, en una especie de forcejeo contra fuerzas invisibles. Nadie trató
de ayudarlo. Un par de minutos más tarde, el invencible Capitán vomitó un par
de espumarajos verdes y dejó de respirar. El reflejo etéreo de una
mujer brotó de su boca entreabierta y subió a colarse por la rejilla del
extractor.
Seudónimo: Artemisia
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