Esa noche caminaba junto a mi padre por
Treasure Beach, la playa al oeste de Gibson Town. Mirábamos el tono metálico
que cobraba el mar bajo las luces de neón del puerto, esas luces que revelaban
la verdadera coloración de unas aguas que hacía un siglo habían dejado de ser
aptas para los bañistas, cuando advertimos la presencia de un cuerpo tendido
sobre la arena negruzca.
Corrimos hasta el cuerpo y nos agachamos
junto a él. Al verlo de cerca, comprobamos que se trataba de un niño y que, a
juzgar por la hinchazón de su rostro y sus extremidades, se había internado en
el mar días atrás y recién ahora el oleaje devolvía a la playa su cuerpo inerte.
Mi padre examinó la placa metálica que le cubría el torso.
–Es un… cyborg –dijo, con voz trémula.
Llamamos a la policía del puerto y, tras
responder las preguntas de rigor, reanudamos nuestro camino. Mi padre me
explicó que hacía décadas los cyborgs habían desaparecido a manos de las
emergentes compañías robóticas, compañías que les garantizaban a los diferentes
ejércitos un desempeño óptimo en los conflictos bélicos que pudieran suscitarse
en el futuro, y que desde entonces no habían ocurrido.
–Cuando tenía tu edad todos los niños
del pueblo jugábamos a disfrazarnos de cyborgs, esperando convertirnos algún
día en cyborgs de verdad –agregó–. Era la única forma de salir de la pobreza,
pero con la llegada de los robots al ejército ya no fue posible. Ver un cyborg
en pleno siglo XXIII, y para más señas un niño cyborg, es algo increíble.
De pronto, observamos a un grupo de
niños correr hacía nosotros. Hacían un ruido ensordecedor, en donde se
mezclaban gritos y lloriqueos altisonantes. Una niña ataviada con un peto de
cartón se plantó frente a mí y exclamó entre sollozos:
–¿Has visto a mi hermano? ¡Estoy
buscando a mi hermano!
Y sin esperar la respuesta, siguió
corriendo detrás de los demás niños. Al voltear, vi cómo las luces de neón del
puerto le daban a su peto de cartón un ligero tono metálico.
Seudónimo: Feros
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