El duende cree que no
lo veo.
¡Ese infeliz!
Se agacha, se esconde,
murmulla,
tropieza
y tiene el descaro
de escribir mi
pensamiento entre la tierra y pintarlo de hielo...
Se burla de mí.
No sé si es duende o
demonio,
sólo sé que con su dedo
manda búnkeres en nubes de huesos;
es pequeño y fastidioso
y escupe huracanes
sobre las treguas.
Cuando duermo,
arroja piedritas de
meteoro
revestidas de silencio
y vinagre.
Se asoma tras las patas
de los muebles,
trastabilla y revisa
para meter mi sueño en una cajita
de espinas y lumbre.
Aprieto los ojos.
Vuelvo a dormir.
En mi oído,
el tramposo atrapa
ballenas, polvos, castillos y derrumbes,
y los coloca en su
libreta.
No olvidará su deber de
colorearlos,
arremangarlos y
destruirlos
para que no visiten a
otros
donde las pesadillas
—miedos y desmanes—
harán de las suyas.
Se ríe
y retumba como huecos
con imanes mi mente,
masajeada por él,
adolorida.
Y su cara mordaz
se arruga con las velas
(luces para los difuntos)
que a él le gusta
confundir.
Si quemo mi cuarto,
aunque lo atrape,
sus huellas serán
momias en los escombros.
Voy a soportarlo
hasta que una noche,
cuando haga burbujas de
ira con su boca,
yo le cante unos rezos
para el purgatorio
y que ésos
en un vaso de agua o
espejo
lo pongan.
Seudónimo:
El elefante
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