El gigante de piel violácea, de treinta
metros de altura, se concentra en la realización de su obra pictórica. Ha
seleccionado una superficie áspera para adherir sus piezas. Recrea el lado
izquierdo de un rostro humano femenino. Con unas pinzas selecciona los pequeños
componentes, clasificados por colores, para crear zonas de sombras en contraste
con otras de claridad. Con un lente de aumento, aprecia los detalles de la
anatomía facial humana. La cara de la mujer que le sirve de modelo luce
espantada. Necesita un poco de calma en ese rostro diminuto. Asperja aroma de
nalasa, perfume capaz de apaciguar cualquier miedo. Tras unos instantes, ni la
boca ni los ojos muestran muecas de espanto. Le toma varias horas reproducir la
imagen. Las piezas sobre la superficie áspera se mueven, aunque de manera casi
imperceptible. Ahora coloca dos fragmentos para crear el efecto de un destello
en el ojo de su obra maestra. Con el lente echa un gran vistazo de revisión.
Esas dos piezas, una pareja de hombres
albinos desnudos, le dan el toque final a su mosaico. Los ojos de los otros
seres humanos, blancos, bronceados, negros y amarillos, adheridos a la
superficie rugosa se mueven como si desearan escaparse de las cuencas. Los
dedos, similares a cilios, no paran de moverse. Unos brochazos de barniz
fijante calman los ánimos y los gritos provenientes de las personas
desvestidas, ya piezas inertes del primer mosaico de cuerpos humanos, para
llevar al artista a las sendas de la inmortalidad.
Seudónimo: Maya Bejar
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