El día de la boda me colocó el anillo,
con promesas en voz alta de fidelidad, lealtad y no sé qué más. "Qué suerte has tenido, hijo", me
felicitaba mi padre en el banquete. Sí, sí. Yo era un hombre sociable, apuesto,
y tras mi matrimonio, tremendamente rico, y claro, oportunidades de divertirme
no me faltaban. ¿Qué culpa tenía yo, de ser irresistible?
Un anillo con grabados desconocidos e
indescifrables, que llevaba en la familia de mi
mujer varias generaciones, me explicó
mi suegra muy seria apuntándome con un dedito amenazante. Está bien
mujer, no lo perderé si es eso lo que le preocupa, y no, no me lo quitaré bajo
ningún concepto, le dije.
Ya quisiera yo. El puñetero se calienta
al rojo vivo cada vez que estoy al lado de una fémina y me asaltan los impulsos
de don Juan. Intenté quitármelo una vez y unas minúsculas y afiladas cuchillas
clavaron en mi carne. Qué dolor. Probé
con todo tipo de herramientas, imposible.
Tenía que tomar una decisión.
Mientras me atendían en el hospital por un
desgraciado accidente de jardinería que me amputó el dedo, sonreía victorioso acordándome del anillo ardiendo en
la fogata que había preparado con hojas y ramas secas.
La noche de mi cumpleaños lo celebré
por todo lo alto, brindamos con champán, e hicimos el amor toda la noche. Al
llegar a casa, mi mujer dormía plácidamente y caí derrotado en la cama. Al
despertar, tenía una resaca de campeonato, y frotándome los ojos vi la nota en
la mesilla. "Espero que esto te compense la tristeza que te ocasionó la
gran pérdida del anillo familiar. Feliz cumpleaños, querido." De inmediato
miré mis dedos sobresaltado, nada. Gracias a di… ¡maldita sea!... en cambio en mi muñeca había una robusta
pulsera con los mismos indescifrables grabados.
Seudónimo: La dama asesina
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