Cuando levantó la voz fue lanzado al
erial allá abajo. Sus alas de metal divino como sus mecanismos celestes se
ensuciaron en el barro. Lamentó su suerte y maldijo a las elevadas esferas
donde el infierno de agua y tierra no existe. Sus lágrimas, alguna vez aceite
sagrado, se amargaron y se ennegrecieron. Se puso de pie para recibir a la
tormenta que llegaba. Juró que lo que era abajo sería arriba e inició su obra.
Extrajo un pequeño engranaje del
extremo de una de sus alas, abrió un hoyo en el suelo, lo sembró y lo tapó con
la ocre tierra. Tintó su índice izquierdo en el rastro de negras lágrimas y
trazó el signo del pulso encima del pequeño túmulo. Repitió la acción con otro
engranaje y siguió desarmándose sin dejar dejar de llorar oscuridad.
Tras un largo tiempo terminó su labor y
se sentó a descansar. Hubo burlas de siete visitantes del allá arriba que
exigieron disculpas. No las dio. Las eras y el clima cambiante herrumbraron los
restos de sus alas y de su figura. Cuando se levantaba para andar el mundo y
revisar la siembra, la pátina café sobre él se transmutaba en un breve polvo
que caía en cada paso. Así fertilizó el páramo.
De la primera simiente brotó el primer
árbol que, regado con lluvia y alimentado con minerales de lo profundo, creció
y remontó. Luego germinaron las demás semillas que emergieron en hermosas
aleaciones. Apuntaron sus afiladas ramas hacia el cielo, maduraron simientes
que también fueron sembradas y bendecidas con orín como con oscuro sollozo. Eón
tras eón, el erial fue dejando de serlo mientras el exiliado adelgazaba y, a la
par, ascendía montado en las ramificaciones del bosque metálico a sus pies.
Cada árbol derribado con dificultad por las huestes celestiales abonó los
frutos que seguían cayendo en legión.
Llegó el día en que los brotes aguja
llegaron a la frontera del firmamento: el desterrado había regresado a casa.
Con su último aliento empujó al bosque, su bosque, a horadar el cielo para
empezar a oxidarlo.
Seudónimo: Ferrum Kanté
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