Recuerdo con
claridad nuestras primeras aventuras: las salvas de cañonazos, cómo se
desgañitaba el contramaestre cuando saltábamos al abordaje, el restallar del
acero contra el acero y el picor de la pólvora en las narices, las botellas de
ron y las canciones de arponeros, las putas que nos bebíamos en los puertos,
ebrios de piezas de a ocho...
Luego aparecieron
aquellos mapas del tesoro. Nosotros, los caballeros de fortuna, no enterramos
el oro: va contra la ley de a bordo. Te pueden pasar por la quilla por algo
así.
Venían cubiertos de
extraños signos que ni el hermano Bocafierro supo identificar. Sigilos, los
llamaba, y tras ellos nos adentramos en islas envueltas en brumas, pobladas de
caníbales, salpicadas de monolitos cubiertos de musgo e inscripciones que olían
a tumba. A partir de entonces, las arañas fueron cada vez más grandes, las
serpientes cada vez más ladinas y las noches cada vez más largas.
Hoy hemos
encontrado la cámara del tesoro: montañas de oro y piedras preciosas.
Los hombres estaban
eufóricos. Ni siquiera los cadáveres momificados consiguieron robarles la
sonrisa: los descuartizaron con sus hachas y sus sables en cuanto empezaron a
moverse. Sin temblar. Sin asustarse. Sin sorprenderse.
Ahora duermen la
mona después de haberse bebido todo el ron que nos quedaba. El sueño de los
pecadores. ¡Qué distinto del sueño de los justos! Aúllan y se retuercen, se
saben malditos. Bocafierro lloraba de tal manera que le he descerrajado un tiro
en el corazón.
Aún sigue llorando.
Me he encerrado en
la sala de derrota, entre mapas que no tienen sigilos, que solo perfilan
tierras a las que no podremos volver. Me meto dentro del cofre. Hace horas que
me volé la tapa de los sesos. Y también sollozo. Dentro del cofre, espero, no
tendré que oír sus lamentos. Tengo toda la eternidad para rogar por ello.
Seudónimo: Long Jack Silver
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