Aún escuchaba ese
metal lánguido, que se alejaba imperecedero.
Pero ahora mis
dedos estaban sobre el gatillo, y no sobre los pistones de la trompeta.
Mi mano temblaba
mientras aquel mal negociador se acercaba a mí después de haber mordido al capo.
La luz parpadeaba,
las paredes se agitaban, el gato blanco y asustadizo y la cafone me
recordaban que debía rematar al infame que entre quejidos no
se había dado por muerto aún.
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