Como un mago dispuesto a lanzar su
encantamiento, el hombre se mantuvo estático. En un momento se apoderó de la
atención de aquel recinto de luces tenues y ambarinas. Su audiencia aguardaba
en silencio, expectante. Luego de esos instantes, tomó su instrumento con
agilidad prodigiosa. Sentado en el banquillo, dio comienzo a una introducción
de vibrato y arpegios. El instrumento y su dueño, en
resonancia con el trino de un ave, dieron paso a la urdimbre de música, voz y
relato. Cantos de tragedia y amores perdidos, de viajes y mundos imposibles. Y
de una mujer que pintaba cada noche de plenilunio hasta que el amanecer se
llevaba su obra. La cantó con la voz clara de un conjurador y la música le dio
vida.
A ratos asincrónica y luego con
cadencias ululantes, la música traía de vuelta a aquella mujer que cada noche,
forjaba una imagen en su mente. Y cada una era una puerta, una posibilidad
evanescente. Sólo hasta que existía el recuerdo duradero, entonces iba al
lienzo para darle vida. Esa noche habitaba la luna llena. Esa noche era la
última para sus creaciones: dos amantes en un cuadro, otro de un barco sobre el
mar embravecido y un ensueño de islas flotantes. Se aproximó al último lienzo y
lo abordó con impaciencia febril: era la hechicera imagen de un hombre. Dejó
que el pincel le hablara, mezclando colores, tonos que se unificaban en algo,
en alguien. Se creaban formas y sombras. Un migrante velo de luz tocó el
lienzo, en la silueta de un hombre con un laúd en su regazo.
Seudónimo: Sibila
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