A esta hora solo puede ser él. Los
golpes resuenan con la urgencia de tantas veces en las que ha vuelto para
exigirle dinero o para llevarse medio a la fuerza las pocas cosas por las que
le darían algunos euros en el mercadillo. Había jurado no volver a abrirle,
pero algo en el golpeteo nervioso la obliga a acercarse y desatrancar la
puerta.
─Mama, me vienen siguiendo. Traigo un
navajazo en la pierna.
Por el hueco a medias abierto asoma la
cara pálida, sin afeitar, y tras ella el cuerpo vacilante, la sangre que desde
la ingle empapa el vaquero gastado. La mujer lo deja pasar y cierra deprisa,
mientras él se derrumba en el sofá desvencijado.
─Tráeme la merienda ─le pide zalamero.
Debería llamar a un médico, es una
herida fea. Sin embargo marcha hasta la cocina arrastrando los pies y vuelve
con un trozo de pan con chocolate. El muchacho devora y, al tiempo, la sombra
oscura de la barba se vuelve pelusa dorada y se le redondean las mejillas.
─Cuéntame un cuento, anda.
La mujer se sienta en la mecedora, el
niño se le acurruca en brazos. La historia de la luna y el lobo, que tanto le
gusta, lo hace sonreír y entre los labios tiernos asoma la mella de una
de las paletas. Pronto no se oye más que la respiración acompasada del bebé, el
runrún de los balancines y el susurro bajito de la nana.
Dos nuevos aldabonazos la sobresaltan
cuando está a punto de quedarse dormida. Tres tipos entran en tropel en busca
del hijo y escudriñan violentos cada rincón de la casucha. Ella, de pie,
curvando la espalda para contrapesar el abultado vientre, los deja hacer con
una mezcla de tristeza y desprecio en la mirada. Hasta que al fin se
marchan, convencidos de que allí no pueden encontrarlo.
Dejándose caer de nuevo en la mecedora,
la mujer abraza su cintura fláccida. Mañana sin falta irá a pedirle al
ginecólogo que le ligue las trompas.
Seudónimo: Lady Macbeth
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