Hace un frío del carajo y estamos
aguantando la radiación del exterior dos horas más de lo recomendado. Yo tengo
mi coquilla de plomo, pero estoy rodeado de ingenuos que no llevan ni un
miserable casco de hojalata. Mi cabeza sí que está bien guardada, y mis
hombros, mis codos, mis rodillas y una protección especial para el brazo
derecho; mi gordita del alma y yo lo llevamos planeando desde hace ocho años,
tenemos todos nuestros ahorros en esto. Lo tengo bien claro y ellos no, esa es
mi ventaja.
Se levanta el portón, tenemos veinte
segundos hasta que caiga. Quien parpadee se lo pierde, los que no han
reaccionado ya no tienen oportunidad. Mientras corremos como fieras, los
novatos se golpean y se enzarzan en peleas asesinas. El secreto no es pegarse,
eso te ralentiza, el secreto es empujar y hacer caer al contrario, con suerte
se llevará a alguien más en la caída. Y no importa correr sobre los que ya
están en el suelo.
Ya estoy dentro. Siento, con todo mi
cuerpo, la guillotina del portón al caer y los últimos gritos de los atrapados
debajo. Rechazo la primera sorpresa que nos tienen preparados: desde el piso
superior, unos funcionarios lanzan paquetes de comida a la galería; quien se
detenga tampoco lo logrará, aunque esta noche comerá proteínas. Yo sigo
empujando, un centenar hemos llegado a la escalinata. Los demás ignoran la
cacofonía sinfónica que atrona allí, pero yo me detengo un par de segundos en
el rellano donde la escalera se divide, busco a Bach. Lo distingo a la
izquierda y continúo por allí; los que han seguido a Mozart se encontrarán con
una puerta que los llevará directamente al exterior. Lo sé porque he pagado
mucho dinero por esa información.
Llegamos al pasillo, aún nos quedan cien
metros y solo hay dos que me sacan ventaja. Uno tropieza y lo lamentará toda su
vida. El otro, que ahora se detiene frente a la ventanilla, no lleva protección
especial. Lo embisto con todas mis fuerzas, al tiempo que meto mi brazo
protegido en la abertura. Lo he conseguido, estoy aferrado, nadie me puede
mover. Entrego el impreso al funcionario y le digo: «¡Queremos tener un hijo!»
Seudónimo: Wolfgang Amadeus Pérez
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