Recostado sobre el muro de piedra del torreón,
descansaba una larga caminata. Encima de la loma, bajo un cielo nublado y gris,
podía ver los trigales extenderse hasta el horizonte.
Abajo, muy cerca de los muros derruidos de aquella
fortaleza, un tractor solitario traqueteaba aburrido, fumigando los granos con
parsimonioso tedio.
Rompió el ronroneo lejano de la máquina un relincho,
arrancando mi atención del móvil. Curioso, miré hacia el sonido, quedándome
boquiabierto.
Al pie de la colina, junto a las últimas piedras de
la antigua puerta a la fortaleza, un caballero de armadura negra, montado en un
corcel tan oscuro como sus armas, retenía a la bestia de guerra, ansiosa por
galopar.
Su aliento brotaba de sus ollares cual vapor de una
antigua locomotora. El guerrero picó espuelas y cargó contra el tractor. El
trote retumbó como un terremoto. La lanza bajó. El caballero ciñó la celada y
aseguró el escudo, apretando su cuerpo para recibir el envite contra la
máquina.
Espantado por aquella locura grité al agricultor,
agité los brazos reclamando su atención. Pero el ruido del motor no le permitió
oírme. La brutal carga terminó con la lanza en la rueda trasera derecha, que
explotó atronadoramente, mientras el asta del arma se hacía trizas.
Corrí colina abajo, atravesando el trigo, como nadando
en un mar verde. El caballero se había esfumado y el agricultor se secaba la
calva con un pañuelo observando la rueda rajada. Mientras me acercaba, extrajo
del suelo, bajo el tractor, un trozo de metal.
«Estoy bien, chaval», me dijo, luego añadió molesto
«siempre aparece alguna chatarra por aquí». Antes de que la arrojase, se la tomé
de la mano. «Yo la tiraré».
Estaba muy oxidada. Casi irreconocible, sin embargo,
supe al tocarla a quién pertenecía aquella punta de lanza. Escuché un relincho
triunfante y vi, por el rabillo del ojo, una sombra de un jinete y su montura,
perdiéndose dentro del castillo.
Seudónimo: Jon Artaza
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