En Pocaguafa, un terrateniente insatisfecho con tal
etiqueta, se compró el segundo metro de altura de la atmósfera del pueblo
(convirtiéndose simultáneamente en aireteniente). Ahora todos tienen que andar
agachados o gateando, y muchas personas ya proyectan cavar sótanos en sus casas
para poder estirar la espalda sin invadir la propiedad privada del flamante
aireteniente. Los chicos que antes saltaban la cuerda ahora la usan para atarla
a los troncos de los árboles y medir la altura a la que se pueden mover. Las
niñas se preguntan por qué ya no les hacen cucuchito sus padres o sus tías.
Pero este absurdo desquiciado (o demasiado
enquiciado) no era tan rico, y tampoco previsor, así que cuando quiso comprar
también el tercer metro de la atmósfera, ya no le alcanzó su fortuna, y
entonces, a partir de los trescientos centímetros todo volvía a ser como el
sentido común saludable manda, y la gente cenaba tranquilamente en los techos.
Lo que sí seguía siendo problemático era cómo acceder
al tercer metro de altura. No era tan sencillo como poner una escalera o subir
por un árbol, debido a que el segundo metro estaba vedado. Una de las opciones
disponibles era alquilarse una avioneta y despegar desde las afueras de
Pocaguafa (porque el airetorio comprado por aquel zángano tenía sus límites
horizontales donde también los tenía el territorio del pueblo), y una vez
sobrevolando el lugar deseado saltar con un paracaídas. Sin embargo, esta
opción era para las personas que podían aprovechar el privilegio de alquilar
una aeronave y pagarle a alguien que la piloteara. Lo más común era
escabullirse cuando las guardias tenían toda su atención en alguna distracción,
o sencillamente pagar los cincuenta pesos de peaje que el aireteniente exigía
con toda legalidad.
Seudónimo: Ángelo P. Bertoldi
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