jueves, 9 de septiembre de 2021

68. EL AIRETENIENTE DE POCAGUAFA. De Ángelo P. Bertoldi

 

 

En Pocaguafa, un terrateniente insatisfecho con tal etiqueta, se compró el segundo metro de altura de la atmósfera del pueblo (convirtiéndose simultáneamente en aireteniente). Ahora todos tienen que andar agachados o gateando, y muchas personas ya proyectan cavar sótanos en sus casas para poder estirar la espalda sin invadir la propiedad privada del flamante aireteniente. Los chicos que antes saltaban la cuerda ahora la usan para atarla a los troncos de los árboles y medir la altura a la que se pueden mover. Las niñas se preguntan por qué ya no les hacen cucuchito sus padres o sus tías.

Pero este absurdo desquiciado (o demasiado enquiciado) no era tan rico, y tampoco previsor, así que cuando quiso comprar también el tercer metro de la atmósfera, ya no le alcanzó su fortuna, y entonces, a partir de los trescientos centímetros todo volvía a ser como el sentido común saludable manda, y la gente cenaba tranquilamente en los techos.

Lo que sí seguía siendo problemático era cómo acceder al tercer metro de altura. No era tan sencillo como poner una escalera o subir por un árbol, debido a que el segundo metro estaba vedado. Una de las opciones disponibles era alquilarse una avioneta y despegar desde las afueras de Pocaguafa (porque el airetorio comprado por aquel zángano tenía sus límites horizontales donde también los tenía el territorio del pueblo), y una vez sobrevolando el lugar deseado saltar con un paracaídas. Sin embargo, esta opción era para las personas que podían aprovechar el privilegio de alquilar una aeronave y pagarle a alguien que la piloteara. Lo más común era escabullirse cuando las guardias tenían toda su atención en alguna distracción, o sencillamente pagar los cincuenta pesos de peaje que el aireteniente exigía con toda legalidad.

Seudónimo: Ángelo P. Bertoldi

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