Si usted ha frecuentado los bajos fondos de Lima en
alguna ocasión — y me disculpo por adelantado si esta presunción le resulta
ofensiva aunque, entiéndame, hasta el más primoroso de los querubes se ha
manchado las alas de barro una o dos veces —, le resultará familiar el nombre
de Melquíades Huamán, conocido por muchos como lengua de serpiente. Este
apelativo no es gratuito: no ha existido un chivato más dispuesto ni fulano más
rastrero desde Pucusana hasta Ancón. Los calabozos y las fosas del desierto
rebosan de los desgraciados a quienes denunció la lengua viperina de Melquíades
y esta ingrata cualidad suya sería suficiente para dar testimonio de un relato
de horror si fuera necesario, pues se le deben no pocas noches de pesadilla,
sin embargo el delirio que voy a referir le tuvo a él, y no a otro, como
protagonista. Despertó Melquíades de una noche de sueño retorcido como la
osamenta de un carnero, con la piel pintada de un sudor meloso por la humedad
de la madrugada y el alcohol ingerido antes de caer a plomo sobre el camastro
que le destilaban cada uno de los poros. Despegó los párpados con dificultad y
se le atragantó una tos seca, como de corrimiento de tierras, que le hizo
incorporarse catapultado. La tráquea le raspaba, notándola terrosa y agreste, y
tambaleándose se acercó para observarse a un espejo herrumbroso que había
perdido el azogue en varias partes. Su reflejo le devolvió la figura del mismo
individuo miserable y macilento, de ojeras profundas y púrpuras, con la
salvedad del arbolillo que le crecía echando sus ramas al mundo desde el
interior de la boca. Sobrecogido hizo cuanto pudo por arrancarlo de sí y nada
le fue posible. Si dañaba acaso una sola de sus hojas padecía un dolor
insoportable. El árbol le impidió beber o ingerir cualquier alimento,
ensanchando su tronco hasta que los dientes quedaron clavados a la corteza.
Siguió creciendo, tomando sus nutrientes del cuerpo de Melquíades Huamán hasta
que este cayó consumido a tierra y se fundió con las raíces. En primavera dio
sus primeros frutos: pequeñas calaveras de pulpa reluciente que recordaban a
todos aquellos que padecieron por su lengua.
Seudónimo: Pucusana
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