Anselmo
aguarda al lado de la recién finada. Maldice que el cura no llegue a ayudarle,
aunque reconoce que es normal en estos días cuando las ánimas llueven hacia el
cielo.
El alma
brota de la cabeza de la difunta separándose del cuerpo. Anselmo cuenta los
segundos antes de actuar. No olvida lo que el abuelo le enseñó para
cosecharlas. Sabe que tiene un instante para apresarla antes que el cordón de
plata se desprenda del talón izquierdo. Su primera vez fue cuando mamá no
resistió más la plaga y se dejó ir.
Así que
Anselmo tiene listo el cuchillo de obsidiana y, tras trece segundos bien
contados, ve el hilo argénteo. Lo toma entre índice y pulgar antes de cortarlo
de tajo. El cadáver servirá luego para llenar las botellas y alimentar el
fogón.
Sale
del cuartucho sosteniendo el alma dormida como si fuera un globo en una feria
siniestra. Debe apurarse antes de que despierte y llore al saberse atrapada.
Mientras la estruja para compactarla observa, inquieto, cómo el rostro
durmiente se arruga y se desinfla.
El alma
ya es una bolita negra cuando Anselmo llega al lugar en el sembradío que
preparó temprano. Se hinca, hace un agujero en la tierra, deposita la oscura
simiente y la tapa. Extrae del pantalón una botella para irrigar lo sembrado
con un rojo y espeso líquido.
Al
ponerse de pie, observa línea tras línea de surcos con maizales en diversas
etapas de crecimiento. Camina al que tiene mazorcas listas para ser cosechadas.
Arranca una y separa las hojas.
Dentro,
lo observan decenas de bebés con el rostro de mamá. Un hilo dorado une sus
ombligos al olote. No dejan de sonreír mientras desgrana la mazorca en una olla
antes de ponerla en el fogón. Es poco para Anselmo y su hermano, el cura, pero
es el único alimento que aún se puede sembrar,
cosechar y bendecir en un apocalipsis postergado.
Seudónimo: Dheix L'Mart
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