Con la muerte de mi tía me he dado cuenta de dos
cosas, la primera, que en estos tiempos ya no sólo nos separa madera y tierra
de nuestros difuntos, sino también cubrebocas de triple capa y guantes de
látex; y la segunda, que los féretros cerrados pesan menos que los abiertos.
Tras la noticia, lloré. Bastante. Como hace mucho no
lo hacía. Me perdí en un pozo, en el que sólo me recuerdo petrificado mientras
de mi boca salían flores púrpuras; las mismas que después compramos para
adornar el ataúd de mi tía, y en el que todos creían que descansaba. Yo no
estaba tan seguro. La conocía bien. Y recordaba, además, las historias de
varios que contaban haberla visto por la calle cuando ella estaba en su hogar,
escribiendo poemas o cantando en su habitación. Alguno, incluso, aseguró haber
tenido una conversación con ella en los jardines del rancho que habitó en su juventud,
darse la vuelta para entrar a la casa y topársela de inmediato en la cocina.
Nunca pudo explicarse aquello, pero a mí siempre me fascinó pensar que mi tía
era capaz de recrearse en espejismos; a veces para engañar, otras para escapar
o quizá sólo para divertirse. ¿Por qué entonces no hacerlo con la vida?
Tenderle una trampa al sentir el final, disfrazar al aire con su cara y luego
partir.
Suena estúpido, pero aún sonrío. De camino al
funeral, aquellas ideas apartaron por unos segundos la tristeza que me
inundaba. Una mujer, al otro lado de la avenida, también aprobó esas fantasías
y agitó una mano para saludar.
¿Cuánto pesa una ilusión? Lo mismo que un féretro
cerrado. Quienes lo retiraron, para trasladarlo al cementerio, lo movieron como
si soplaran plumas. Mi tía era robusta, al igual que aquélla al otro lado de la
avenida. Ahora sé que no decía "hola", se despedía.
Seudónimo: Ariel Babilonia
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.